
Los edificios en los que vivimos, trabajamos, estudiamos o descansamos influyen directamente en nuestra salud. Lo único discutible sería determinar en qué proporción. Sin embargo, cuando se habla de edificación y urbanismo, el bienestar de las personas sigue siendo un aspecto menor, eclipsado por prioridades como la contención de costes, la eficiencia energética o la TIR de la operación.
La pregunta es inevitable, ¿cómo es posible que a día de hoy, con todo el conocimiento adquirido, indicios y evidencias existentes sigamos construyendo edificios que no contribuyen para nada, o muy poco, en beneficio de nuestra salud?
Diariamente leemos y escuchamos noticias que vuelven a poner en relieve la relación entre el entorno construido y la salud. Cada disponemos de más estudios que alertan de los efectos que tiene un entorno mal diseñado en la salud de sus ocupantes. La contaminación del aire interior provoca más de 3,8 millones de muertes prematuras al año, según la Organización Mundial de la Salud. La exposición continuada a ruidos elevados incrementa el riesgo de enfermedades cardiovasculares y trastornos del sueño. Las malas condiciones de iluminación en oficinas y escuelas afectan al rendimiento y a la capacidad de concentración. La temperatura interior inadecuada está relacionada con problemas respiratorios y musculares. Cada uno de estos factores tiene consecuencias, pero todavía no se le da la importancia que merece en el diseño de edificios y ciudades.
Las decisiones del sector afectan directamente a la vida de las personas. Que las ciudades y edificios que habitamos y que hoy son parte del problema sean parte de la solución depende de nosotros, de nuestra determinación.
Las administraciones públicas están empezando a tomar conciencia del problema, pero la responsabilidad no es solo de los gobiernos. Promotores, arquitectos, constructores y propietarios tenemos en nuestras manos decisiones que marcarán la salud de las personas durante décadas. Se habla mucho de sostenibilidad ambiental, y es del todo procedente y necesario, pero no se trata solo de reducir la huella de carbono de un edificio, sino de garantizar que las personas que lo habiten no solo no enfermen en él, sino que pueden encontrar en él un agente o un factor que contribuya a mejorar su salud.
El desafío o escollo más grande seguramente tiene apellido económico. Mejorar la calidad del aire interior, el confort térmico, el aislamiento acústico o la ventilación de un edificio supone un sobrecoste para el promotor.
La gran cuestión es cómo trasladar ese coste a valor social y económico.
En términos de rentabilidad directa, las mejoras en la calidad de vida de los ocupantes benefician principalmente a ellos mismos, pero también a otros actores que rara vez participan en la ecuación del coste.
Las administraciones públicas serían las grandes beneficiadas, la ecuación es relativamente sencilla, menos enfermedades, menos bajas, menos fármacos consumidos, conllevaría menos presión sobre los sistemas sanitarios, menos gasto y mayor productividad.
Las empresas también se verían beneficiadas, verían reducidas las bajas, el absentismo y la mejora de la productividad. Las aseguradoras tendrían menos costes derivados de la atención y de la cobertura por baja laboral en sus pólizas de salud, vida y accidentalidad.
Y en el caso de los niños, la ecuación es todavía más impactante. Del estudio BREATHE de los doctores Querol y Sunyer, realizado bajo el amparo del IS Global, ha demostrado que los alumnos expuestos a un aire limpio tienen un desarrollo cognitivo significativamente mejor que aquellos que respiran aire contaminado. De hecho habla de una mejora del 9% en las competencias cognitivas del alumnado. ¿Cuánto aumentaría la productividad de las próximas generaciones si fueran un 9% más capaces, más preparadas, cómo afectaría eso a nuestro PIB?. La calidad del aire tiene un precio, pero su impacto en la salud, la productividad y el desarrollo de un país es exponencialmente mayor a ese coste.
El reto es encontrar mecanismos para que la inversión en salud y bienestar no recaiga únicamente sobre los promotores y propietarios de los edificios, sino que se integre en la economía global del país. Existen soluciones, pero requieren un cambio de mentalidad, de paradigma, y sobre todo la voluntad de querer hacerlo. Políticas fiscales que incentiven la construcción de edificios saludables, aseguradoras que premien a empresas que proporcionen espacios de trabajo con condiciones óptimas, planes de financiación que incluyan criterios de salud en la edificación pública y un mayor reconocimiento del valor de la calidad ambiental interior en el mercado inmobiliario.
Las conclusiones que se derivan del conocimiento que hoy tenemos son claras: un edificio que cuida de la salud de sus ocupantes reduce costes a la sociedad y mejora la economía a largo plazo.
El problema es que los beneficios que genera esa apuesta no aparecen en la cuenta de resultados del promotor que construye para vender una vez construido, ( a no ser que este se capaz de trasladar las bondades de su proyecto al comprador, y que este tenga a su vez la preparación y formación suficientes para entenderlas y valorarlas). Hasta que no consigamos que el valor de la salud esté integrado en el modelo de negocio de la construcción, seguiremos diseñando edificios poco salubres, edificios que se limiten a un cumplimiento normativo muy centrado en aspectos técnicos, en buscar eficiencias energéticas y en minimizar emisiones, objetivos también necesarios, pero poco ocupado en procurar y garantizar confort y bienestar, y en definitiva salud.
El sector tiene una responsabilidad ineludible. Cada edificio que se construye hoy afectará a la salud de miles de personas durante décadas. No podemos seguir pensando en la arquitectura como una cuestión puramente funcional o estética. Un edificio es un organismo vivo que puede protegernos, darnos calidad de vida y hacernos más capaces, o todo lo contrario.
El gran reto es trasladar esa inversión en salud al lenguaje económico, porque en el futuro, las ciudades que prosperarán no serán solo las más eficientes energéticamente, sino las que cuiden y velen por la salud de sus ciudadanos.
Artículo de opinión escrito por Ricard Santamaria, socio director de Haus Healthy Buildings